Capítulo VI

Frente a Ingolstadt, ciudad de Baviera, Madre Coraje asiste al sepelio de Tilly, Mariscal de las tropas imperiales. Se en­tablan conversaciones acerca de los héroes de la guerra y sobre la duración de la misma. El Capellán se lamenta porque sus talentos no son aprovechados y la muda Catalina obtiene los zapatos rojos. Corre el año 1632.

La acción en el interior de una tienda de cantinera con mostrador en el fondo. Llue­ve. A lo lejos, tambores y música fúnebre. El CAPELLÁN y el ESCRIBIENTE jue­gan a las tablas. MADRE CORAJE y su hija están haciendo el inventario de bienes.

Capellán. Ahora se pone en movimiento el cortejo fúnebre.

Madre Coraje. Lástima por el Mariscal —de estos escarpines hay veintidós pares—. Dicen que cayó por ac­cidente. Había neblina en el prado, y fue por culpa de eso. El Mariscal acababa de gritarle a un regimiento que si­guiese luchando con denuedo y sin temer la muerte, y después volvió a caballo; pero, con la neblina, se equivo­có de camino, de modo que vino a parar adelante, en medio de la batalla, y allí pescó un balazo. —Sólo quedan cuatro hachas—. (Óyese un silbido del fondo. Ella se dirige al mostrador). ¡Qué vergüenza que os hagáis los tontos y no vayáis al entierro de vuestro Mariscal muerto! (Escancia la bebida).

Escribiente. No debieron haberles dado la plata antes del entierro. Ahora se emborrachan en vez de asistir.

Capellán. (Al escribiente). ¿Y usted no debe ir al entierro?

Escribiente. Me hice el tonto, por la lluvia.

Madre Coraje. Con usted pasa otra cosa: podría aguár­sele el uniforme. Dicen que iban a enterrarle, naturalmente, con repiques de campanas. Pero resultó que por orden de él habían demolido a cañonazos todas las iglesias, de modo que el pobre Mariscal no va a oir las campanas cuando lo bajen. En cambio quieren disparar tres salvas, para que no sea tan sobria la ceremonia —diecisiete cinturones—.

Gritos del Mesón. ¡Eh, cantinera! Un vaso de aguar­diente.

Madre Coraje. ¡Primero la plata! ¡No se entra en mi tien­da con esas botas roñosas! Podéis beber afuera, ¡qué lluvia ni qué lluvia! (Al Escribiente). Sólo dejo entrar a los oficiales. Dicen que en los últimos tiempos el Mariscal tuvo sus contratiempos. Hubo revueltas en el Segundo Regi­miento porque no les pagaba la soldada y les decía que ésta era una guerra de religión, que peleasen de balde.

(Marcha fúnebre. Todos miran hacia el fondo).

Capellán. Ahora desfilan ante los gloriosos restos.

Gritos desde el mostrador. ¡Ah, de la hostería! ¡Un aguardiente!

Madre Coraje. A mí me dan lástima esos mariscales y Emperadores. Posiblemente se haya imaginado hacer algo fuera de lo común, algo de que la gente iría a ha­blar aún después de muchos siglos. Por ejemplo, conquis­tar el mundo, lo que es una gran meta para un Mariscal, porque él no sabe otra cosa. En una palabra, el hombre se sacrificó y se empeñó, y después fracasa todo a causa de la gente vulgar, que sólo quiere su jarra de cerveza y su poco de diversión y no tiende a nada superior. Los planes más hermosos se hacen humo por la mezquindad de aquellos que tienen que ejecutarlos, puesto que el Emperador mismo no puede hacerlo; necesita del apoyo de sus soldados y del pue­blo, allí donde los tenga. ¿No tengo razón?

Capellán. (Ríe). Tiene usted mucha razón, Coraje, me­nos en lo que dijo de los soldados. Ellos hacen lo que pueden. Con ésos que están ahí, afuera, chupando su aguardiente en medio de la lluvia, me atrevería a hacer una guerra tras otra durante cien años, y dos a la vez también, si fuese me­nester. A pesar de que no soy general de oficio.

Madre Coraje. ¿De modo que usted no cree que la gue­rra pueda terminarse?

Capellán. ¿Porque se haya muerto el Mariscal? Vamos, no sea pueril. De ésos le encuentro una docena. Nunca faltan héroes.

Madre Coraje. Oiga, yo no se lo pregunto por bromear sino porque estoy pensando si he de comprar más mercade­ría, ahora que está barata. Como que si la guerra termina la puedo arrojar a la calle.

Capellán. Comprendo que para usted sea cosa seria. Siempre hubo quienes anduvieron diciendo: "Alguna vez se ha de terminar la guerra". Pero yo digo que no es cosa tan

segura eso de que la guerra terminará alguna vez. Natural­mente, puede producirse una pausita. Puede que la guerra tenga que tomar aliento y recobrarse, y hasta podría pasar que, por así decir, se accidente. No hay quien la preserve de eso. Después de todo, no hay nada perfecto en esta tierra. Una guerra perfecta, una de esas donde haya que decir: no tiene ni el menor defectillo, difícilmente llegue a existir. De pronto puede estancarse, por cualquier cosa imprevista, dado que no se puede estar pensando en todo. No hace falta más que una pequeña negligencia, y antes de que nos demos cuenta ya tenemos la desgracia encima. ¡Y después, vaya uno a hacerla arrancar de nuevo! Con todo, vendrían en su ayuda los emperadores, reyes y papas cuando la encuentren en la indigencia. De modo que, a grandes rasgos, la guerra no tiene nada que temer y se le puede pronosticar una vida bien larga.

Un soldado. (Canta en el fondo, delante del mostrador):

¡Ea!, ¡ron!, mesón, sin peros:

no ha tiempo el de ligeros.

El Rey llama a batalla.

¡Y que sea doble, hoy estamos

de fiesta!

Madre Coraje. Si pudiera fiarme de usted...

Capellán. ¡Juzgue usted misma! ¿Qué es lo que se opo­ne a la guerra?

El soldado. (Canta detrás):

Tu pecho, hembra, sin peros:

no ha tiempo el de ligeros.

Debe ir hasta Moravia.

Escribiente. (Súbitamente). ¿Y la paz?, ¿qué será de la paz? Soy de Bohemia, y oportunamente me gustaría vol­ver a casa.

Capellán. De veras, ¿quiere usted? ¡Sí, sí, la paz! ¿Qué será de los hoyos cuando hayan comido el queso?

Escribiente. No puede vivirse sin paz toda la vida.

Capellán. Le diré: también hay paz en la guerra; tam­bién ella tiene sus ratos pacíficos. Porque la guerra satisface todas las necesidades, entre ellas también las pacíficas; exis­te buen cuidado de que así sea, porque de otro modo la gue­rra no duraría mucho tiempo. Después de todo, puedes cagar tan bien durante la guerra como lo harías durante la paz más profunda, y entre combate y combate tomas tu cer­veza y, durante un avance hasta puedes echarte un sueñito, apoyado en tu brazo, en cualquier zanja. Claro está que no puedes jugar a los naipes durante un asalto; pero eso tam­poco lo puedes hacer en la paz más profunda, mientras es­tés arando; en tanto que, después de la victoria, sí que tie­nes tus probabilidades. Pueden rebanarte una pierna de un balazo y al principio armarás un escándalo descomunal; pe­ro luego te calmas y te dan aguardiente, y al fin de cuentas andarás cojeando por ahí y la guerra no por eso estará peor que antes. ¿Y quién te impide reproducirte en medio de la matanza, detrás de algún granero o en otro lugar? A la larga no podrá evitarse eso, y entonces la guerra tendrá tus vas­tagos y podrá seguir adelante con ellos. ¿Por qué habría de cesar entonces?

(Catalina ha interrumpido su trabajo y mira fijamente al Capellán).

Madre Coraje. Compraré pues, las mercancías. Me fío de usted. (Catalina arroja de pronto una cesta de botellas al suelo y sale corriendo). ¡Catalina! (Ríe). Jesús, ésa está es­perando la paz! Le prometí un marido, cuando haya paz. (Sale corriendo tras ella).

Escribiente. (Levantándose). Gané yo, porque usted es­tuvo hablando. Usted paga.

Madre Coraje. (Vuelve con Catalina). Vamos, no seas necia, la guerra sigue un tantico aún, y nosotros haremos todavía un poquito de plata, y entonces la paz será tanto más hermosa. Y ahora vas a la ciudad —que no queda a más de diez minutos de aquí—, y buscas las cosas que están en el León de Oro, al menos las más valiosas. Las otras las pa­saremos a buscar más tarde con el carro. Todo ha sido en­viado, y el señor Escribiente de Regimiento te acompañará. Los más están en el entierro del Mariscal, de modo que no puede pasarte nada. ¡Buena suerte; cuida que no te quiten nada, y piensa en tu ajuar!

(Catalina se ata un lien­zo a la cabeza y sale con el Escribiente).

Capellán. ¿Está bien dejarla ir con el Escribiente?

Madre Coraje. No es tan linda como para que quiera co­rromperla.

Capellán. Siempre me admiró ver como usted lleva su comercio, y cómo se las arregla siempre. Comprendo por qué la llaman Coraje.

Madre Coraje. Las gentes pobres necesitan coraje. Si no están perdidas. Sólo el hecho de tener que levantarse a la madrugada requiere, en la situación de ellas, muchos bríos. ¡O eso de ponerse a arar un campo en medio de la guerra! El mero hecho de que echan hijos al mundo demues­tra que tienen coraje, puesto que no tienen ningún futuro. El uno va a ser verdugo del otro, y se van a matar mutua­mente, y si entonces quieren mirarse a las caras necesitan coraje, ¡y cuánto! El que toleren a un Emperador o a un Papa demuestra un coraje espantoso, como que eso les cuesta la vida. (Se sienta a partir leña. Saca de su bolso una pipa corta y fuma). Podría partir un poco de leña.

Capellán. (Se quita de mal grado la chaqueta y se dis­pone a partir leña). En verdad soy pastor de ánimas y no leñador.

Madre Coraje. Yo no tengo ninguna clase de ánima. En cambio, necesito leña.

Capellán. ¿Qué clase de pipa corta es ésa?

Madre Coraje. Sencillamente una pipa.

Capellán. No; no es "sencillamente una", es una muy determinada.

Madre Coraje. ¡No diga!

Capellán. Es la pipa corta del cocinero del Regimiento de Oxenstierno.

Madre Coraje. Si lo sabe, ¿por qué lo pregunta, hipó­crita?

Capellán. Porque no sé si usted se da cuenta que está fumando justamente en esa pipa. Podría ocurrir que usted estuvo escarbando entre sus petates, y que cualquier pipa corta se le metió entre las manos y que usted la tomó de puro distraída.

Madre Coraje. ¿Y por qué no pudo haber sido así?

Capellán. Porque no es así. Usted fuma en ella muy a sabiendas.

Madre Coraje. ¿Y si así fuese?

Capellán. Le prevengo, Coraje. Es mi deber. Es muy dudoso que vuelva a encontrarse con ese señor; pero eso no es una pena, sino que más bien es una dicha para usted. No me hizo la impresión de un hombre serio. Al contrario.

Madre Coraje. ¿De veras? Era un hombre simpático.

Capellán. ¿Conque usted le llama simpático? Pues yo no. Lejos de mí el desearle algo malo; pero simpático no puede denominarlo. Más bien un donjuán taimado. Exami­ne usted esa pipa corta si no quiere creerme. Tendrá que con­venir conmigo que esa pipa revela más de un rasgo del carác­ter de él.

Madre Coraje. Yo no veo nada. Está gastada, eso es todo.

Capellán. Está mordida de parte a parte. Un hombre brutal. Es la pipa de un hombre brutal y desconsiderado; eso se puede observar, si es que no se ha perdido toda fa­cultad de juzgar.

Madre Coraje. ¡Qué me está partiendo usted el tajadero a hachazos!

Capellán. Ya le he dicho que no soy leñador de ofi­cio. He estudiado la cura de ánimas. Aquí mi talento y mi capacidad son indebidamente empleados para trabajos físi­cos. Los dones que recibí de Dios no llegan a evidenciarse en absoluto. Es una pena. Usted nunca me ha oído predi­car. Soy capaz de sermonear de tal manera a un regimiento que les hago mirar al enemigo como a un rebaño de ovejas. Su vida les parece una media calza vieja y mal oliente, y con gusto la pierden, pensando en la victoria final. Dios me ha otorgado el don de la elocuencia. Abro la boca, y usted enmudece para toda la vida.

Madre Coraje. Pero yo no tengo ninguna gana de en­mudecer para toda la vida. ¿Qué sería de mí?

Capellán. Coraje, más de una vez pensé que usted oculta, tras sus prosaicas expresiones, una naturaleza cáli­da. También usted es un ser humano, y, como tal, tiene me­nester de calor.

Madre Coraje. El mejor calor para la tienda lo puede dar usted partiendo más leña.

Capellán. Usted esquiva el tema. En serio, Coraje, me pregunto a veces qué sería si nosotros estrechásemos un poco más nuestras relaciones. Me parece que, en vista de que el torbellino de la guerra nos arremolinó y juntó de manera tan singular...

Madre Coraje. Me parece que ya son bastante estrechas. Yo le preparo la comida y usted se hace útil y parte leña, por ejemplo.

Capellán. (Se le acerca). Usted sabe lo que quiero significar cuando digo "estrechar"; eso no tiene nada que ver con preparar comida y partir leña y otros viles menes­teres. Permita que hable su corazón, no lo endurezca.

Madre Coraje. No se me venga encima con el hacha. Eso ya sería una relación demasiado estrecha.

Capellán. No lo ridiculice usted. Soy un hombre serio y he pensado muy bien lo que dije.

Madre Coraje. No sea tonto, capellán. Le tengo sim­patía y no me gustaría tener que regañarle. Lo que yo busco es abrirme paso con mis hijos y en mi carreta. Ni siquiera la considero mía y tampoco tengo cabeza para asuntos privados. En este mismo instante corro un riesgo y todo el mundo habla de paz. ¿Adonde quiere ir usted si yo estoy arruinada. ¿No ve que usted mismo no lo sabe? Siga partiendo leña, y así, al menos, no pasaremos frío de noche: eso ya es mucho decir en estos tiempos. ¿Qué pasa ahí? (Se levanta. Entra Catalina, jadeante, con una herida en la frente y en un ojo. Arrastra toda clase de cosas: fardos, pertrechos de cuero, un tambor, etcétera). ¿Qué pasa? ¿Te asaltaron? ¿A la vuelta? ¡La asaltaron a la vuelta! ¡Juraría que fue aquel de ligeros, que se había emborrachado aquí! ¡No debí haberte mandado! ¡Deja no más las cosas! No es para tanto; la herida sólo es en carne. Yo te la vendo y en una semana se sanó. Son peores que las bestias. (Le venda la herida).

Capellán. Yo no les reprocho nada. En casa no solían ultrajar a nadie. La culpa la tienen los que arman las gue­rras; son ellos los que vuelven lo más bajo del hombre para arriba.

Madre Coraje. ¿No te acompañó el Escribiente a la vuel­ta? Eso se gana con ser una persona decente: la gente no se fija en una. La herida no es profunda; no quedará ni huella. Bueno, ya está vendada. Te voy a dar algo, quédate quieta. En secreto te he guardado algo, vas a asombrarte. (Extrae de un saco los rojos zapatos de tacón de la Pottier). Y, ¿qué me dices? Sorprendida, ¿eh? Siempre quisiste te­nerlos. Tómalos. Póntelos pronto, no sea que me arrepienta. (Le ayuda a calzarse). No quedará ni huella, por más que no me importa mucho que quedase. El destino de las que le gustan a ellos es peor. A ésas las tironean de acá para allá, hasta dejarlas rotas. Yo ya he visto a algunas que tenían linda carita y después mostraban un aspecto como para ho­rrorizar a un lobo. No pueden andar detrás de un árbol de la alameda sin que tengan que temer algo, y llevan una vida terrible. ¡Es igual que con los árboles! Los que son rectos y esbeltos son talados para travesanos, y los torcidos siguen gozando de vida. De modo que eso no sería más que una dicha. Los zapatos todavía están bien; los guardé bien engrasados.

(Catalina deja los zapatos y desaparece en la carreta).

Capellán ¡Con tal que no quede desfigurada!...

Madre Coraje. Una cicatriz quedará. Ya no tiene que esperar la paz.

Capellán. Pero no se dejó robar las cosas.

Madre Coraje. Quizá no debí habérselo inculcado. ¡Quién sabe lo que pasa ahora en su cabeza! Una vez se quedó toda una noche fuera, una sola en todos estos años. Después de eso marchaba como siempre, pero trabajaba aún más que antes. ¡No pude sacar en limpio lo que habrá vivido aquella vez! Durante un tiempo me estuve rompiendo la cabeza acerca de eso. (Toma las mercaderías que trajo Ca­talina y las clasifica, furiosa). ¡Esto es la guerra! ¡Hermosa fuente de ingresos!

(Se oye una andanada).

Capellán. Están enterrando al Mariscal. Es un instan­te histórico.

Madre Coraje. Para mí es un instante histórico el que le hayan golpeado en el ojo a mi hija. Ya está medio rota, un marido no ha de conseguir, y encima está loca por las criaturas. Muda también está a causa de la guerra —de nenita un soldado le metió algo en la boca—. Al Requesón no le veré más, y en dónde está el Eilif, Dios lo sabrá. ¡Maldita sea la guerra!